Entrevista realizada a Ignacio Muñoz Delaunoy, editor del libro “CICLO VITAL EN EL ESPECTRO AUTISTA: CONVERSACIONES Y RECOMENDACIONES” y autor del capítulo “Desafíos y oportunidades de la inclusión de estudiantes autistas en el aula regular”.
Ignacio, usted ha trabajado en el tema de la inclusión de niños y niñas con TEA en el sistema escolar chileno, especialmente desde su rol como editor de esta publicación y como parte del equipo del programa A Convivir se Aprende. Desde esa experiencia, ¿cuál considera que es la principal oportunidad que ofrece la inclusión en el aula regular?
La inclusión de los estudiantes con autismo en las aulas regulares es una iniciativa profundamente transformadora, que tiene sus bemoles, porque los cambios estructurales pueden dar origen a saltos cuánticos hacia el futuro pero también pueden desencadenar problemas para los cuales no estamos preparados, si se enfrenta esto con puro buenismo, sin suficiencia técnica o sin que existan las condiciones que son necesarias para que las novedades se puedan asentar….
Quiero hablar primero de la parte esperanzadora y virtuosa de esto. Luego me gustaría matizar. Cuando sacamos al niño y niña autista del ecosistema segregado y artificial que ofrece la educación especial y lo integramos en un entorno social natural (el aula regular), lo que hacemos es estimularlos a superarse cada día, los desafiamos a que salgan de su zona de confort para hacer cosas distintas. En un medio más exigente para ellos y ellas, su desarrollo cognitivo va a ser llevado a su potencial, van a avanzar más, cada uno desde su posición inicial. Se van a encontrar allí, además, con niños neurotípicos que se van a convertir, sin proponérselo, en modelos sociales que les van a enseñar a interpretar gestos, a leer señales no verbales, a sumarse a las conversaciones cotidianas y a adaptarse a las normas sociales del grupo. Van a aprender allí a interpretar mejor las emociones y dinámicas sociales. Eso les va a servir para mejorar su capacidad para adaptarse al entorno. Van a ganar en otro terreno, que me parece vital: cuando los invitamos a desenvolverse en un escenario natural, estos niños van a desarrollar competencias que les van servir que cuando abandonen el mundo seguro de la escuela y tengan que llevar una vida independiente o semi independiente en el mundo real.
Quiero ampliar un poco este análisis: los niños y niñas autistas no van a ser los únicos beneficiados, porque la inclusión es virtuosa en un plano más amplio, porque transforma el entorno para todos. ¿A qué me refiero? Cuando los estudiantes neurotípicos conviven con compañeros con diversidad funcional, desarrollan competencias emocionales como la empatía, la tolerancia y la capacidad de acomodarse a realidades distintas, que son fundamentales para desenvolverse en un mundo como actual, complejo, incierto, expuesto a dinámicas de cambios sin precedentes, en los que vamos a necesitar personas resilentes, con capacidad para reinventarse, para surfear bien en aguas que no van a estar quietas…. Alguien que se ha formado en una escuela en la que se respeta la diversidad, va a ser capaz de funcionar mejor en escenarios sociales complejos, de construir ambientes en los que prime el respeto y la colaboración, tanto en lo personal como en lo laboral. Va a ser más tolerante, más creativo, más proactivo, más fuerte en todos aspectos.
Es importante puntualizar que estas maravillas no se dan siempre y no se logran fácil.
La inclusión solo va a caminar si imponemos el criterio de la diversidad en instituciones que estén preparadas para acogerla…. lo que te describo solo funciona si invitamos a los niños y niñas a incorporarse en centros escolares en los domine clima socioemocional positivo, en los que tengamos un número suficiente de directivos y docentes formados. En estos medios los estudiantes con TEA pueden alcanzar logros académicos similares a los de sus pares neurotípicos en varias áreas. No solo eso. Lo verdaderamente transformador no tiene que ver con rendimiento escolar; ocurre a escala humana: si logramos que estos niños y niñas se sientan valorados, escuchados, parte legítima del grupo al que los estamos incorporando, entonces vamos a fortalecer en ellos un sentido de pertenencia y de identidad que es clave para su desarrollo integral. ¿Razones? Cuando logramos que se sientan parte, es más fácil que estos estudiantes desarrollen competencias que van a ser fundamentales en la vida adulta: la autonomía, la capacidad de organización, la toma de decisiones, la resolución de conflictos. Son habilidades que les van a permitir enfrentar el mundo más expuesto con el que se van a encontrar al finalizar su paso por el sistema escolar…
Quiero concluir estas observaciones planteando una idea central, que engloba lo que te he comentado: la inclusión, bien entendida, no es un gesto caritativo. Es una estrategia pedagógica poderosa y una apuesta ética por una sociedad que se construye desde la diversidad. ¿Fácil? Para nada. Para llegar a buen puerto vas a tener que sortear numerosas barreras. Pero esto se puede lograr si somos capeces de crear las condiciones para ello, sin tanto buenismo o buenas inspiraciones: se puede lograr, en alguna medida, si creamos las condiciones contextuales que pueden permitir este milagro. Algo con lo que no contamos hoy…
¿Cuáles diría usted que son hoy las principales barreras que impiden una inclusión efectiva de los estudiantes con autismo en nuestras escuelas? En su estudio habla de las “piedras en el camino”….
Para muchos niños con autismo, entrar a la escuela regular puede ser una experiencia muy difícil. Aunque desde fuera puede parecer que están accediendo a un espacio enriquecedor y lleno de oportunidades, la verdad es que los colegios —tal como están hoy en día— están repletos de barreras.
Estas barreras están en todas partes. Parten desde la arquitectura física, que muchas veces no considera las necesidades sensoriales específicas de los estudiantes con TEA —pasillos ruidosos, luces fluorescentes, patios caóticos—, y continúan en las dinámicas sociales del aula, que exigen una lectura rápida y flexible de códigos sociales, ironías, turnos de palabra y normas implícitas. Para un estudiante neurotípico, estas son habilidades naturales; para un niño con autismo, son desafíos constantes que requieren esfuerzo consciente y sostenido.
Las barreras suman y siguen. Los ritmos escolares son intensos. Los estudiantes se ven confrontados por transiciones bruscas, de una asignatura a otra, de un lugar a otro. Tienen que hacerse cargo, en cada uno de esos contextos, con demandas simultáneas, de escasa previsibilidad, que pueden generar en ellos altos niveles de ansiedad. Cuando no hay apoyos específicos, esta sobrecarga sensorial y emocional no solo entorpece el aprendizaje, sino que hace de la experiencia escolar algo profundamente doloroso. Lejos de abrir oportunidades, la escuela puede transformarse en un lugar de sufrimiento, en el que el niño aprende poco y se siente fuera de lugar todo el tiempo.
Suma a las barreras a nivel de infraestructura y dinámicas sociales, las culturales.
¿Qué tan real es el discurso de la inclusión en el mundo interno de nuestras escuelas? La verdad es que mucho menos de lo que damos por sentado. Piense en la realidad que ofrece nuestro profesorado. Muchos docentes, incluso los más comprometidos, no cuentan con la formación ni las herramientas necesarias para abordar adecuadamente la diversidad que representa el espectro autista. Se enfrentan a estudiantes que requieren estrategias pedagógicas distintas, apoyos emocionales específicos y una lectura sensible de sus formas de comunicarse y relacionarse. Pero si el docente no ha sido formado en esto —y en la gran mayoría de los casos no lo ha sido—, se genera una situación de desborde y frustración. Lo que era una buena intención de inclusión termina en derivaciones a programas especiales o, peor aún, en el aislamiento del estudiante dentro del aula misma.
Esta falta de preparación no es culpa individual de los profesores; es un problema estructural del sistema formativo docente. La carrera de pedagogía sigue formando para un aula homogénea que ya no existe. Así, cuando un niño con autismo llega al aula, muchas veces se encuentra con un entorno que no lo entiende, que no lo acoge y que no sabe cómo apoyarlo. Entonces, en lugar de encontrar un espacio que lo impulse a crecer, lo que encuentra es un lugar que lo sobrecarga, lo frustra y lo excluye.
La vida social en la escuela puede ser especialmente estresante para los estudiantes con TEA. ¿Podría explicarnos por qué ocurre esto y qué tipo de medidas podrían adoptarse para mitigar este malestar?
La vida para un niño o niña con autismo puede convertirse en un verdadero campo minado emocional. ¿Razones? A diferencia de sus compañeros neurotípicos, no cuentan con ese “piloto automático” social que les permite interpretar espontáneamente gestos, miradas, bromas o silencios. Para ellos, cada interacción es un problema a resolver: ¿Qué quiso decir el otro?, ¿cómo debo responder?, ¿qué significa ese gesto?, ¿por qué se ríen? Ese procesamiento constante, completamente consciente y deliberado, los agota. La experiencia escolar, lejos de ser natural o fluida, se vuelve una secuencia de pequeños desafíos sociales que terminan por sobrecargar su sistema emocional. A esto se suma que muchas veces no logran identificar ni comprender lo que sienten, ni interpretar con claridad las emociones ajenas. Esto dificulta profundamente la construcción de amistades, los expone a malentendidos, y los deja especialmente vulnerables a experiencias de exclusión, burla o acoso escolar. No porque sean rechazados de forma directa, necesariamente, sino porque quedan fuera de la dinámica grupal sin que nadie se dé cuenta… o peor aún, sin que a nadie le importe.
En este contexto, muchos estudiantes con autismo desarrollan ansiedad crónica, conductas disruptivas o episodios de desregulación emocional que, lamentablemente, suelen interpretarse como “mal comportamiento”. Es aquí donde emerge una de las barreras más invisibles pero más dañinas del sistema: la cultura escolar punitiva.
Muchas escuelas operan todavía bajo lógicas disciplinarias rígidas, que castigan la expresión emocional intensa, la diferencia o la necesidad de apoyo, en lugar de comprenderlas. Los sistemas de anotaciones, sanciones o expulsiones, lejos de educar, profundizan la herida emocional en estos estudiantes. Les enseñan que no encajan, que son un problema y que su forma de estar en el mundo no tiene cabida.
Por eso, el verdadero cambio pasa por transformar esa cultura escolar. Necesitamos avanzar hacia lo que hoy se llama “escuelas que sanan”: comunidades educativas inspiradas en los principios de la justicia restaurativa, donde lo central no es el castigo, sino el vínculo. Donde los conflictos se abordan como oportunidades de aprendizaje socioemocional y no como desviaciones que hay que eliminar. Donde se pregunta antes de juzgar, se acompaña antes de corregir, y se repara antes de sancionar.
Este cambio no es solo útil para los estudiantes con autismo. Beneficia a toda la comunidad escolar. Pero para quienes están en el espectro, puede marcar la diferencia entre una experiencia educativa vivida con sufrimiento o una vivida con sentido y dignidad. Y para lograrlo, es fundamental formar a los docentes en competencias socioemocionales, comunicación empática, manejo de la diversidad neurocognitiva y enfoques restaurativos. No basta con saber sobre autismo: hay que aprender a convivir con él.
Crear climas de aula verdaderamente inclusivos implica validar la diferencia, prevenir el aislamiento y promover una cultura donde cada estudiante se sienta parte, sin tener que dejar de ser quien es. Ese es el desafío ético, pedagógico y humano que la inclusión nos plantea hoy.
En las entrevistas contenidas en el libro se releva la importancia que tiene el componente actitudinal para el avance de los procesos de inclusión. Le pido que desarrolle este punto. Me llamó la atención: el rol de la cultura escolar es absolutamente decisivo. Si bien es cierto que la inclusión requiere recursos, normativas y apoyos específicos, nada de eso funcionará si no transformamos las actitudes y los marcos culturales desde los cuales se interpreta la diferencia. Las barreras más difíciles de remover no son las rampas ni la falta de infraestructura. Son las resistencias silenciosas, los prejuicios naturalizados, las expectativas bajas y los temores encubiertos que persisten al interior de nuestras comunidades escolares. En otras palabras, las barreras actitudinales.
Hoy, en muchos establecimientos, sigue existiendo una concepción de la diversidad como un “problema a resolver”, en lugar de entenderla como una riqueza que interpela y transforma la escuela en su conjunto. Se tiende a concebir la inclusión como algo que hay que “tolerar”, o como una tarea extra que recae sobre ciertos docentes, en vez de asumirla como una responsabilidad colectiva que redefine la manera en que entendemos el rol educativo.
Por eso, el verdadero cambio debe ser cultural. Un cambio que no parte por una ley ni por un decreto, sino por una conversación profunda al interior de las comunidades escolares sobre qué entendemos por educación, por convivencia, por éxito escolar y por desarrollo humano. Es este cambio cultural el que permite que las normativas cobren vida, que los apoyos se integren de forma coherente, y que los esfuerzos no dependan solo de voluntades individuales heroicas.
En este sentido, la experiencia internacional es clara. Portugal, por ejemplo, logró una transformación significativa en su sistema educativo precisamente porque inició el proceso con un cambio de mirada. Primero sensibilizó a las comunidades educativas, formó a los equipos docentes y trabajó con las familias en torno a una ética común de la inclusión. Solo después vinieron las normativas y los ajustes curriculares. El orden de los factores fue clave.
Si no se trabaja esta dimensión cultural, el profesorado —por agotamiento, falta de herramientas o simplemente por temor— puede transformarse en el principal detractor del proceso de inclusión. No por mala intención, sino porque nadie puede cambiar lo que no entiende, ni sostener lo que no comparte. Y si el cambio depende únicamente de unos pocos motivados, nunca será estructural.
Por lo tanto, la inclusión efectiva no puede descansar solo en especialistas o en experiencias piloto. Debe ser un compromiso transversal, sostenido por una comunidad entera que comparte una visión inclusiva de la educación. Esto implica que todos los establecimientos deben contar con profesionales capacitados, equipos directivos comprometidos, y espacios de formación permanente que permitan reflexionar sobre las prácticas, identificar sesgos y reconstruir las relaciones desde una lógica verdaderamente integradora.
Incluir, en este sentido, no es solo recibir a estudiantes con necesidades diversas. Es cambiar la escuela para que todos tengan un lugar legítimo en ella, no como excepción, sino como parte natural de su misión. Y ese cambio, aunque desafiante, es también profundamente transformador para todos los que habitan la escuela: docentes, estudiantes, equipos de apoyo y familias.
¿Qué pasa con los niños con autismo cuando enfrentan el momento siguiente en su ciclo de vida: cuando tienen que dejar el colegio? No abordó este tema en su artículo. Le pido que me aporte su visión:
La transición desde el sistema escolar a la vida adulta suele ser, para muchos jóvenes con autismo, una etapa particularmente dura. Pensemos que, tras años de esfuerzo para adaptarse a una vida escolar intensa y muchas veces hostil —con reglas implícitas, dinámicas sociales complejas y exigencias permanentes—, finalmente logran cierta estabilidad. Y justo entonces, cuando parece que comienzan a encontrar algo de equilibrio, deben enfrentar el desafío mayor: salir al mundo real y desenvolverse con un grado de independencia que hasta entonces no se les había exigido.
Este tránsito desde un entorno relativamente protegido a uno mucho más abierto y exigente es profundamente estresante, tanto para los propios jóvenes como para sus familias. De pronto, la preocupación por la integración escolar se ve reemplazada por preguntas más grandes y difíciles: ¿podrá encontrar un trabajo?, ¿tendrá una red de apoyo?, ¿logrará vivir con autonomía?
La verdad es que muchos de estos jóvenes enfrentan enormes obstáculos. Les cuesta formar amistades sólidas, establecer vínculos afectivos o relaciones de pareja, y todo eso repercute directamente en su autoestima. Aceptarse tal como son, en un mundo que constantemente les exige “normalidad”, se vuelve una tarea emocionalmente desgastante. No es raro que surjan cuadros de ansiedad, depresión u otras problemáticas de salud mental que antes estaban contenidas, o al menos amortiguadas, por los apoyos escolares y familiares.
Uno de los terrenos más difíciles en esta etapa es el laboral. La mayoría de los jóvenes con TEA tienen grandes dificultades para acceder a empleos formales y estables. Cuando logran insertarse, suelen ser en trabajos de baja calificación, mal remunerados o en contextos laborales segregados. Y aunque existen programas de intervención que buscan revertir esta situación, su cobertura sigue siendo muy limitada.
Además, con el paso del tiempo, comienza a aparecer otra amenaza: la pérdida de redes familiares de apoyo, especialmente cuando los cuidadores principales envejecen o fallecen. En ese punto, muchos adultos con TEA quedan en una situación de vulnerabilidad crítica, viéndose obligados a ingresar a hogares o residencias donde, en muchos casos, experimentan un deterioro importante en su calidad de vida.
Todo esto pone en evidencia algo fundamental: el sistema no puede abandonar a las personas con autismo una vez que egresan de la escuela. La inclusión no termina con la educación formal. Requiere una continuidad de apoyos, oportunidades reales de inserción laboral y social, y un acompañamiento que les permita proyectar una vida adulta plena y digna.
Para cerrar esta entrevista quiero que amplié lo que compartió en el lanzamiento de este libro, cuando hablaba de su acercamiento a este tema como historiador:
Gracias por esta pregunta. Me da la posibilidad de cerrar esta conversación explicándote desde que mirada me acerqué a este proyecto.
Cuando asumí el rol de editor del libro, junto a Lilia —que es, sin lugar a dudas, el verdadero motor de esta iniciativa— lo hice con una convicción profundamente ligada a mi formación como historiador. Y es la siguiente: no hay forma de comprender una experiencia humana si no la seguimos y analizamos en el contexto de sus transformaciones, con todas sus rupturas, continuidades y desafíos.
Eso fue lo que intentamos hacer en Ciclo Vital en el Espectro Autista: poner en el centro a la persona autista, no como una categoría diagnóstica ni como una figura que tiene que adaptarse a un sistema, sino como una persona que existe y se despliega en el tiempo, que crece y que necesita cosas distintas a lo largo de su vida.
Porque el autismo no es algo que se “tiene” de niño y se trata de “corregir”. No es una condición que se instala una vez y permanece igual para siempre. Es una forma de estar en el mundo que va evolucionando y que va planteando a las familias, escuelas, sociedad, gobierno, etc, distintos desafíos, en distintos momentos del ciclo. Aquí no hay balas de plata o recetas perfectas. Las respuestas que tenemos que tenemos que buscar tienen que estar contextualizada a la realidad que confronta la persona con autismo cada momento de su ciclo vital. Y ahí es donde creo que este libro aporta algo único. Reunimos muchas voces que nos ayuda a entender lo que pasa y lo que podemos hacer en cada uno de estos momentos, sabiendo que no una sola solución correcta, sino un continuo de acercamientos progresivos que tiene que estar adaptado a la realidad única que ofrece la vida cada ser humano, situado en esta condición.